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Evangelio del sábado 11 de agosto

by santaeulalia

Mateo 17,14-20

En aquel tiempo, se acercó a Jesús un hombre, que le dijo de rodillas: «Señor, ten compasión de mi hijo, que tiene epilepsia y le dan ataques; muchas veces se cae en el fuego o en el agua. Se lo he traído a tus discípulos, y no han sido capaces de curarlo.» Jesús contestó: «¡Generación perversa e infiel! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo.»

Jesús increpó al demonio, y salió; en aquel momento se curó el niño. Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?» Les contestó: «Por vuestra poca fe. Os aseguro que si fuera vuestra fe como un grano de mostaza, le diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible.»

Meditación

El pasaje del evangelio de hoy, nos presenta a Jesús en su acción de curación, en este caso del niño que estaba gravemente enfermo; de esta situación emerge la afirmación del poder de la fe del discípulo que reconoce la autoridad del Maestro sobre las fuerzas del mal. Dejemos que este pasaje nos hable aquí y ahora.

En primer lugar, detengámonos en la actitud del padre que clama por la salud de su hijo; una verdadera oración de intercesión surge de su corazón que mediá entre el dolor de su hijo y la certeza del poder y el amor del Señor: “Señor ten compasión de…”. Esta actitud de profundo amor que se hace constante, no se deja amilanar por la prueba y no se aparta de aquella intención de alcanzar el favor de Dios, nos lanza a comprender el valor de interceder. Cuánta gracia alcanza la oración de un padre que, con humildad, ora por sus hijos cada día y en aquellas situaciones donde aparecen atados a poderes del mal; cuánto valor tiene la oración de los esposos cuando las fuerzas del maligno golpean la familia y las relaciones amenazando la unidad, la concordia y la paz; cuánto valor se encuentra en un creyente cuando su oración se hace un puente entre las necesidades de los hermanos y la compasión de Dios. Por ejemplo, decir, ´Señor ten compasión de este compañero de trabajo que está en esta situación´, ´Señor ten compasión de esta persona con la que me crucé en la calle y vi su rostro sumido en las drogas o en la tristeza´. Continuamente podemos formar un verdadero carácter de intercesores.

En segundo lugar, es necesario confirmar la fuerza de la fe. Jesús no solo cura al niño del evangelio; Él quiere curar también la fe incierta y débil de los discípulos que permanecen confundidos y aturdidos porque no han podido curar: “¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?” la razón la da el Señor: “Por vuestra poca fe”. Entonces Jesús pide una fe activa, capaz de trasladar las montañas del propio interior que impiden ver e identificarse con la misión de quien los ha llamado; en punto partida de la fuerza de la fe está en el permanecer unidos al Señor, procurando una relación que toca toda la vida y que permite, ante todo, su acción en el corazón de quien ha creído. Jesús quiere curar la fe de sus discípulos de toda duda y desconfianza. Por lo tanto, la exhortación del Señor es a dejarse conducir por la fuerza de la fe, una fe que no se debilita ni en la prueba y el sufrimiento ni se olvida en la tranquilidad y la bonanza.

Y, entonces, el Señor nos invita a cultivar el don de la fe que hemos recibido para hacerla robusta. Cuando la experiencia de fe se vuelve gelatinosa, dependiente de los estados de ánimo o centrada en la búsqueda de emociones, va perdiendo la profundidad y la consistencia. La imagen de la fe capaz de mover montañas conduce a pensar en la responsabilidad de trabajar continuamente para hacer que la fe que profesamos, celebramos se haga fundamento de nuestra manera de vivir anclados en Cristo nuestra Roca y Salvación.

Pregúntemonos: ¿Tenemos una vida de oración y ofrecimiento que refleje la comunión con el Señor? ¿Aprovechamos la gracia de los Sacramentos para fortalecer nuestra respuesta a Dios? ¿Nos dejamos debilitar por las preocupaciones de la vida debilitando nuestra vida espiritual?

La vida de los santos nos animan a responder al Señor con una fe viva y comprometida. Es el testimonio de Santa Clara de Asís, religiosa italiana, seguidora de San Francisco de Asís que, después de abandonar su antigua vida de noble, se estableció en el monasterio de San Damiano y fundó la comunidad de las Hermanas Clarisas. La conversión de Clara hacia la vida de plena santidad se efectuó al oír un sermón de San Francisco de Asís. En 1210, cuando ella tenía 18 años, San Francisco predicó en la catedral de Asís los sermones de cuaresma e insistió en que para tener plena libertad para seguir a Jesucristo hay que librarse de las riquezas y bienes materiales. Al oír las palabras: «este es el tiempo favorable… es el momento… ha llegado el tiempo de dirigirme hacia El que me habla al corazón desde hace tiempo… es el tiempo de optar, de escoger..», sintió una gran confirmación de todo lo que venía experimentando en su interior”.

P. John Jaime Ramírez Feria

 

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